Había una habitación oscura en donde guardaba mis secretos. Había una puerta grande y pesada que permanecía siempre cerrada con cadena y candado imposible de abrir por extraños. La gente rodeaba esa habitación, buscaban ventanas o alguna rendija que les permitiera ver el interior. Mientras por un pequeño agujerito en la pared les hablaba. Muchos llegaban al agujerito y acercaban su ojo tratando de alcanzar a ver algo, y aunque entre frustrados y resignados por no encontrar el secreto, seguían día a día, noche a noche recostados de la gran puerta o de la pared. Les gustaba mi compañía dentro de esa inmensa oscuridad. Fui amiga, confidente, cómplice; fui apoyo en los problemas, fui psicóloga sin título y fui la ilusión amorosa de algún corazón solitario. Un día decidí encender una vela; una lucecita que, aunque no descubría todo, dejaba ver algo de lo escondido.
Más personas llegaron a la puerta. Cada vez más en busca de amistad, alguien que los escuchara que, aún a través de una puerta como especie de oráculo, les sirviera de compañía y consejera. Se conformaban con el destellito de la vela. Lo poco que les revelaba esa lucecita les hacía sentir cómodos. Seguía siendo amiga, confidente, cómplice, apoyo, psicóloga, ilusión. Con el paso del tiempo no fue suficiente la vela, muchos pedían abriera la puerta. ¡Queremos abrazarte! ¡Déjanos besarte! ¡Permítenos estrechar tu mano!
Pensé en todas las razones que había tenido para cerrar la puerta, para apagar toda luz. Repetía en mi memoria evento tras evento que me empujaban a la oscuridad. Súbitamente me inundó una sensación de confianza. Tengo amigos, se merecen conocer mi gran secreto. Sonreí, fui feliz. Corrí a la puerta. Abrí el candado, quité la cadena, giré la perilla y encendí la luz. Abrí los brazos para darles a todos y cada uno un gran abrazo y…
todos dieron la espalda y se alejaron.
Algunos titubearon, pero continuaron la marcha
A otros los vi correr
En la oscuridad fui la bella amiga y en la luz, una simple bestia.
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