Escrito unos días antes de la Navidad pasada.
En estos días escuché una historia verdaderamente aterradora; una historia que, como ninguna otra, hizo que se me erizaran los vellos de todo el cuerpo. No hay película de misterio ni Freddy ni Jason que haya hecho que sintiera el asco que sentí al escuchar esa historia. No supe cómo reaccionar en ese momento. Mientras la iba escuchando sentía como se aceleraban los latidos de mi corazón, la preocupación se apoderaba de mí, la lástima hacia los eventos aumentaba y al final una gran ira subía como erupción desde mis entrañas haciendo hervir toda mi sangre. Aún mis oídos no dan crédito a lo que estaba escuchando.
Mi vecina vino hace poco de Estados Unidos y como todo aquel que regresa por primera vez a su patria, quiso contar cómo le estaba yendo en esa nueva vida. Muchas veces se nos ha contado que el típico estadounidense es como su clima en invierno, frío. Sabemos que a diferencia de los puertorriqueños, que por todo hacemos un escándalo, ellos se comportan como témpanos de hielo. Para resaltar la frialdad de esa cultura nuestra vecina nos contó una historia que hasta el día de hoy la pude digerir a medias.
Mi vecina criada en el cristianismo, católica apostólica y romana, lo primero que hizo al llegar a su nueva vida fue buscar una iglesia donde continuar con el culto a su dios como se lo enseñaron en su hogar y la encontró cerca de su casa. En uno de esos domingos de misa, mientras el sacerdote daba su acostumbrado sermón sobre las maravillas de dios, el amor de Cristo hacia la humanidad, las virtudes de la santa virgen María y de cómo se deben seguir la enseñanzas de la sagrada biblia; un ancianito que iba caminando por el pasillo de la iglesia, de repente y sin saber cómo o por qué cayó al suelo. Mi vecina con los ojos llenos de asombro contaba como nadie absolutamente nadie de las personas que escuchaban con atención los que el santo varón de dios sermoneaba se levantó para ver qué había ocurrido con el ancianito. El sacerdote seguía con su mandato divino de impartir la palabra y la congregación con el mandato, supongo que también divino, de no mover ni una nalga mientras el sacerdote hablaba. Mi vecina no podía creer que en una iglesia cristiana nadie hiciera nada para ayudar al ancianito. Nadie se acercó a ver si estaba bien, si necesitaba algo o a preguntar qué le pasó. Nadie se movió.
Mientras escuchaba a mi vecina narrando con su tono de indignación el ejemplo de la frialdad norteamericana con el episodio del ancianito en la casa de dios comencé a sentir como algo dentro de mí se movía, como si algo me sacudiera y hasta un leve dolor de cabeza se me concentraba en las sienes. No tengo idea de si mi vecina notaba como me palpitaban las venas y como se enrojecían mis ojos o si escuchaba el rechinar de mis dientes por la forma en que apretaba la mandíbula o si vio como cerraba mis puños y a la vez luchaba por no golpear algo. Esto es inaudito pensaba. Mientras miraba sus ojos tristes narrando la increíble anécdota solo una pregunta me daba vueltas en la cabeza, solo una… ¿Y tú qué hiciste? No fue necesario que formulara tan estúpida pregunta pues la contestación se dio sin solicitarla y es precisamente lo que da más asco en toda la historia. Justo cuando mi lengua hacía fuerza para que mi boca se abriera e hiciera la pregunta más imprudente de mi vida, mi vecina cuenta como su esposo le prohibía que se levantara e hiciera algo por aquel pobre ancianito.
Luego de escuchar esa última parte de la historia quedé totalmente perpleja, confundida, molesta, frustrada. Era un magnífico momento para que mi vecina se convirtiera en la heroína de la historia, quien hiciera la diferencia, la que pusiera en práctica todas esas enseñanzas de las que tanto escuchan domingo tras domingo, misa tras misa. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario, mi vecina se convirtió en lo que tanto estaba criticando; un nuevo témpano había nacido.
No pude decir nada, no pude pensar nada coherente. Toda la historia me daba vueltas en la cabeza y aún lo hace. Me pregunto cuántas personas hay en el mundo que profesan una fe, defienden a brazo partido unas creencias y a la hora de ponerlas en práctica se detienen por el qué dirán. ¿Cuántos hay en el mundo que predican sobre el perdón, pero no han podido perdonar? ¿Cuántos habrá que sermonean sobre el amor al prójimo, pero odian a los que son diferentes? ¿Cuántos existirán que con la biblia en mano muestran las bondades de un Mesías cuyas acciones se nos invita a imitar, pero no son capaces de ayudar a un ancianito a ponerse en pie? ¿Hasta dónde es capaz de llegar la hipocresía?
Aprendí algo importante de todo esto, aprendí que existe algo más grande que dios; más aterrador que el infierno…la opinión de los demás. A la hora de hacer una buena acción primero debes auscultar si será aprobada por el resto de las personas que te rodean, pues son ellas y solo ellas las que tienen el poder de condenarte; las que pueden desterrarte al peor de los infiernos en donde serás azotado por látigos de lenguas, quemado por miradas de extrañeza. No hay que temerle a dios, no importa lo que hagas nada será peor que tener la opinión de tus semejantes en tu contra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario